Nadie se pregunta por qué o desde cuándo le gustan las carreras y en particular la Fórmula 1. O al menos no en mi caso, porque es algo que llevo en los genes. Suena pretencioso, pero la explicación es muy sencilla: mi padre. Él me metió en este mundo, porque él ya sabía mucho de todo esto cuando yo vine al mundo. Su primer Gran Premio fue el de España '71 en Montjuïc, luego el Jarama, y también con las motos la misma pasión... ¡Un momento! Esto iba sobre mí. Bueno, pues lo dicho, que lo tuve metido por los ojos desde que era un niño pequeño.
Yo era un chaval que se sentaba a ver las carreras de coches, igual que otros se ponían a ver el fútbol. Escuchaba con emoción las “historias de guerra” que mi padre me contaba: Lauda, Hunt, Brambilla, Villeneuve, Andretti... y más remotos también. Me contaba maniobras, accidentes. Me enseñaba el placer de la competición, el respeto por todos los pilotos. La colección de revistas desde los años setenta en mi armario, devoradas una y otra vez en mi niñez y adolescencia, renovadas a menudo por nuevas, sólo hacían que acrecentar el interés y la pasión por el fascinante mundo de la velocidad (en cuatro y dos ruedas).
Recuerdo con nitidez el primer piloto que no paraba de mencionar: Michele Alboreto. En casa, en clase (el rarito de la clase que siempre dibujaba coches... ¿pero si sólo hacen que dar vueltas y vueltas?, me decían), en todos lados. Y luego muchos nombres más, aprendidos a través de escucharlos en la televisión en ese ritual dominical que suponían (y suponen) las carreras. Y luego un color. El coche siempre era rojo. Rojo Ferrari. Rojo Alboreto. Todo esto sería allá por el año 1987.
Lo que era un pasatiempo, algo que se veía en casa porque sí, se convirtió en una afición desmesurada. Posters, cochecitos, revistas. Más carreras. Más historias. Más emociones. Prost contra Senna, Mansell (un “zorro” para mi padre), Piquet. Y con admiración y cariño, Adrián Campos y Luis Pérez-Sala. Simod, Lois, Minardi… Sencillo, algo automático en mis recuerdos. Respeto. Hipnotismo por la velocidad. El sonido que venía de aquella vieja Telefunken a color. Música. De ahí a estar imitando el sonido de un motor por casa, un tris. Mónaco, ese lugar de Scalextric (que cada dos por tres estaba montado en casa, claro).
Una diversión. Una pasión creciente. Y sobre todo, héroes que eran inmortales, infalibles. Inalcanzables. Hasta Imola '94. Ahí cambió todo. Ratzenberger. Las palabras de mi padre, que con mis 13 años me explicaba que aquí podía morir gente. La mala suerte. Los pilotos de su juventud caídos, sus ídolos perdidos. Y hablarme de Villeneuve. Aquél domingo, sentados ante la televisión, Senna. No. ¿Senna? No podía ser. Me recuerdo diciendo que no se movía, levantarme del sofá, mi padre echado hacia adelante diciendo que me callara, mi madre saliendo de la cocina al oírnos, mis hermanas asomando. Senna. ¿Está muerto?, dije. Silencio. Senna no podía fallar. Senna era un ídolo, pese a lo de Prost en el '90. Pese a no correr de rojo. Silencio. Sólo por la noche nos enteramos por María Escario en las noticias: “Magic” Senna había muerto. Los dioses del viento podían morir. Los coches podían matar. Los héroes podían ser pasado.
No, la pasión no disminuyó. Sí que lo hizo temporalmente la ilusión. Ahí estaban las carreras, y a veces pensaba quién sería el siguiente cuando había un accidente. Pocos años después, renació la ilusión: Schumacher. Ferrari. La promesa del resurgimiento. Y algo que se había evitado, ya no podía evitarse más: mi primer GP: España '98, sin mi padre, pero con un amigo. Nunca olvidaré el sonido por fin extirpado de la televisión y puesto directamente en mis oídos. Estar entrando al parking y ver el Stewart Grand Prix de Barrichello subiendo por la curva “La Moreneta”. La endiablada velocidad de... un Minardi. El precioso rojo Ferrari. Mika, Alesi, Michael Schumacher... La enfermedad se convirtió en definitivamente incurable, más todavía al visitar el templo del Jarama ese año para las motos (mi primer GP de motos), éste sí con el causante de mi adicción, porque “en el Jarama hay que haber estado”.
1999, 2000, 2001, 2005. Grandes Premios de España. Esta vez con mi enciclopedia de carreras particular. Enseñándome a escuchar a los grandes pilotos. Sí, a escuchar, no a ver. Escuchar el juego del acelerador, cuándo cambia, cuándo frena. A ver en cámara lenta la perfección del pilotaje a alta velocidad. A aprender que en un circuito hay que ponerse en curvas. Sencillamente, otra dimensión. Comprender por fin la grandeza de este deporte. Amar sin condiciones el espectáculo. Aplaudir a Häkkinen cuando ganaba derrotando a la “rossa” porque, sencillamente, había estado perfecto. Disfrutar de los pilotos “malos”. Volver a ver una y otra vez las carreras grabadas, dejarme la paga en las revistas, aprender todo lo posible.
Desde el '99, pude disfrutar de mi centro de desintoxicación particular: el Ricardo Tormo de Cheste (¡cuántas historias contadas de Tormo y cómo guardo el autógrafo que me firmó poco antes de morir!). El lugar donde por fin compartir al lado de casa, de aprender, de disfrutar. De ver a un chaval llamado Alonso despuntar, verle maneras comentadas con mi maestro. Soñar con otro piloto en F1. Seguirle con interés, y poder hablar con él en el año 2000, en Cheste. A boca jarro. Tener la convicción de que llegaría, de que había algo ahí. Escucha el acelerador, escucha el cambio. Mira esa trazada. Profetizar en un aire olor gasolina y goma quemada. Y, por cosas del destino, acertar.
Imaginaos ahora que has llevado una vida así, que has alimentado una pasión así, y que un día te levantas y lees que te van a traer la Fórmula 1 a casa. Sólo quien lo ha experimentado, puede entenderlo, porque explicarlo es imposible. Una de las mayores alegrías de mi vida. Cinco años del mayor espectáculo del mundo sin moverme de mi ciudad. Nadie, pase lo que pase, me quita eso. Ni las críticas al Valencia Street Circuit (si no la mejor, al menos una de las mejores carreras de 2012, ¡qué despedida!), ni los temas políticos que no me interesan. Nada. Los héroes rodando por las calles de mi niñez. El aroma de la competición sustituyendo al azahar de mi tierra. El poder pasear por un circuito de Fórmula 1 cuando quiera. La posibilidad de vivir todo lo que la Fórmula 1 supone para una ciudad: exposiciones, actos, promociones. Mejor no podría haber sido ni en los sueños más octanados de aquél niño que dibujaba coches todo el día, que jugaba con coches en el “Circuito Urbano del suelo de mi cuarto”.
Una victoria que compensó todos los sinsabores de aquellos que estuvieron en Valencia desde el primer año |
Ese niño ha crecido. Con 32 años tiene muchas historias que contar, tiene gente con la que comparte su pasión, y tiene un padre que cuenta sus batallas mientras ve unas carreras que ya no lo son para él, mientras yo sonrío y le doy la razón. Porque sé que sus carreras fueron diferentes. Más puras. Menos complejas. Un piloto, un coche, una pista... En el fondo sigue siendo lo mismo, porque si lo miras con detenimiento, es tan sólo eso. Lo que apasionó a ese niño que miraba las carreras con asombro y que vuelve a salir cada vez que se apaga el semáforo rojo.
¿Por qué me gusta la Fórmula Uno y las carreras? No lo sé. Hay cosas que no pueden explicarse porque forman parte de ti desde siempre. Así que la respuesta a quien me lo pregunta debería ser: ¿Pero es que a ti no te gustan?
Gracias, gracias, gracias. Entre las fotos y mi texto,me ha encantado. Un saludo!!!
ResponderEliminarGracias a ti por participar, Josemi...
EliminarEspero que guste tanto como me ha gustado a mí.